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LA CARTA


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Querida Luisa:

Es curioso que sólo hasta después de veintidós años de matrimonio te escriba una carta. Antes no había necesidad, ni durante los cortos viajes que realicé sin tu compañía ni cuando ibas con tu familia a pasar unos días de descanso. Con un telegrama avisando la fecha de llegada o con un telefonazo en el momento oportuno todo quedaba arreglado.

Si no recuerdo mal en un viaje de negocios que hice a Veracruz te envié una tarjeta postal que de un lado mostraba una hermosa puesta de sol y en primer plano unas palmeras y una cabaña. Atrás escribí: muchos saludos, lástima que no estés conmigo y muchos besos. Fue todo.

Con motivo de algún santo o cumpleaños te envié dos o tres telegramas. Escribí muchas notas, pequeñas, siempre para pedirte un favor concreto, como que no dejaras de pagar la luz y el teléfono, o que recibieras tal pedido. Generalmente las dejaba junto a tu buró procurando no despertarte.

Esa fue nuestra correspondencia en todos estos años. Demasiado poco. Ahora me gustaría tener alguna carta tuya y poder leer tus pensamientos y tus sentimientos, pero no tengo nada. En nuestro archivo familiar sólo encuentro facturas y recibos, todos bien ordenados y clasificados. Cientos de ellos. No en balde tenías la manía de guardar todo. Antes de romperlos y tirarlos a la basura leí uno por uno. Una de las primeras notas de compra es la de aquellos vestidos que adquiriste en una tienda del centro que fueron todo tu orgullo, no por lo hermoso de ellos, sino por lo barato. Me acordé, viendo los papeles, de nuestros primeros muebles, de las lámparas, de las colchas y de las cortinas con lo que vestimos nuestro departamento de recién casados. Qué felices éramos entonces. Cada cosa que adquiríamos cambiaba varias veces de sitio. Uno de nosotros la movía y colocaba en diferentes lugares, mientras el otro observaba y daba su opinión, hasta quedar en el sitio ideal para nuestros gustos. ¡ Cuántas cenas y reuniones con nuestros amigos! Tú cocinabas muy sabroso y sabías poner una mesa elegante.

La factura de nuestro primer automóvil me emocionó. El primer día fuimos en él a Xochimilco y a Chapultepec. ¿ Te acuerdas? Yo te compré un grueso ramo de flores. En ese automóvil aprendiste a manejar. Cuando tomaste tú el volante y recorrimos de madrugada nuestra colonia, yo iba muerto de miedo a pesar de demostrarte lo contrario. También en ese automóvil te llevé a la maternidad y en él hizo su primer viaje nuestra hija.

No cabe duda que antes todo era más barato. El recibo de la mudanza que nos cambió del departamento a nuestra primera casa, cinco años después de casados, es de doscientos pesos. Pocos años disfrutamos de esa casa y sin embargo es de la que tengo mejores recuerdos. Mi pequeño paraíso era el jardín. Al centro, el césped siempre verde y bien recortado, enmarcado por una gran variedad de plantas y flores: crisantemos, rosas, claveles, helechos, pensamientos, tulipanes y hasta una higuera. La pared de la casa estaba cubierta de enredaderas coronadas por flores rojas que parecían de fuego. A pocas cosas le he dedicado tanto tiempo en la vida como a ese jardín. Pero valió la pena. Yo, que no tengo dotes artísticas, ahí pude crear algo bello. Lástima que a ti no te gustara.

Reconozco, en cambio, tu buen gusto para decorar la casa, tu arte, pues también esto es un arte, de combinar lo antiguo con lo moderno, los toques de buen gusto ya sea en un cuadro o en un arreglo floral. Lástima de tu obsesión por el orden y la limpieza, que son cualidades estimables, pero que en ti llegó al extremo de no poder mover nada, de prohibirnos tocar los muebles para que no se mancharan, de tener que hacer la comida en la cocina para que no se maltratara la mesa del comedor.

Las otras dos casas que tuvimos, ésta, en la que te estoy escribiendo, y la anterior, a la que nos cambiamos con el pretexto de estar cerca de tu familia, ya fueron otra cosa. Un decorador profesional ordenó los muebles y los cuadros, un jardinero arregló el jardín al estilo inglés, como tú le pediste, ya que era lo que estaba de moda en esos días. Por cierto, cuando me enteré que no sólo la ropa sino también los muebles y los jardines seguían una moda determinada me sentí muy desilusionado.

En un cajón encontré los recibos del hospital, de cuando nuestra hija presentó aquel cuadro terrible de enterocolitis que se complicó con los riñones. Juntos la velamos día y noche, pensamos que se iba a morir de un momento a otro, compartimos la angustia y después la alegría cuando sanó. Poco tiempo después tuvimos nuestro primer disgusto serio. Me reclamaste que por mi descuido la niña se agravó, yo te contesté con el mismo argumento: no la atendías como era debido. Pasaron varios años y siempre cuando teníamos alguna dificultad sacabas a colación esa enfermedad.

Cuando cumplimos quince años de casados hicimos nuestro soñado, y varias veces postergado, viaje a Europa. Desde novios pensamos en él como una meta en nuestra vida. Para ti, de eso estoy ahora seguro, el viaje significaba solamente una demostración de nuestra posición social para los demás. Por eso exigiste hoteles de lujo y nuestra presencia en lugares de moda -nuevamente la moda-. Para mí era más que eso, era cultura, era conocer las obras maestras, visitar los sitios históricos, practicar los idiomas que aprendí, tener contacto con otras civilizaciones, observar a las gentes. Quizá también había algo de presunción de parte mía, de demostrar que yo sí podía ir, cosa que no lograron mis padres o mis hermanos. Era tan grande mi ilusión que no percibí el disgusto que te causó el viaje. A ti te aburrieron los museos y los teatros, te molestó no entender otras lenguas, extrañabas tus comidas y a tu familia. Los pocos momentos de entusiasmo era cuando visitabas y comprabas en las boutiques o en las tiendas famosas. Venecia te pareció apestosa, París llena de gente mal educada, Roma muy sucia, Londres repleta de hippies, Viena muy aburrido. Sólo Madrid y Barcelona te gustaron, quizás por conocer el idioma. Yo, con lo entusiasmado que estaba, no me di cuenta de nada; sólo después, al escucharte en las reuniones, supe el que viaje no te había gustado. En Europa a todo lo que te preguntaba tú me contestabas que qué hermoso. Hermosa la Venus de Milo, hermoso el mercado callejero, hermosos los camiones de dos pisos. Todo igualmente hermoso, sin matices, tan hermoso un cuadro de Rembrand o del Greco, como el bar donde tomábamos la copa o las pésimas pinturas que vendían a los turistas en la calle. Igual de hermoso el concierto con música de Vivaldi que la música moderna tocada por estudiantes en el metro. Era tu muletilla y la usabas igual si una cosa te gustaba o no, pero en esa época a mí me satisfacía pues te creía igual de entusiasmada que yo.

Al regresar del paseo se iniciaron los años de las vacas flacas, no en lo económico, sino en lo sentimental o en la comunicación, como ahora dicen. Si yo decía rojo, tu contestabas verde. Muestra mayor falta de entendimiento se dio básicamente en la forma de educar a nuestra hija, y secundariamente, por la influencia de tu familia en nuestras relaciones personales. Reconozco que la batalla la ganaste tú. Aquí están los recibos de la escuela de monjas donde la mandaste, las notas del banco donde depositaste los dólares que le regalamos para que se fuera, ya casada, con un extranjero de tu gusto, a vivir lejos de nosotros. Cuando nacieron nuestros dos nietos, a los que aún no conozco, les enviamos unos giros, cuya copia también guardaste entre todos estos papeles. Ahora es posible que pueda ir a visitarlos. Será una experiencia quizá agradable pero seguramente también dolorosa. Con mi hija me entenderé perfectamente, con mi yerno más o menos lo haremos en inglés, pero con mis nietos no habrá ninguna comunicación ya que sólo hablan sueco. Tú aconsejaste a nuestra hija que les enseñara un solo idioma para no confundirlos. Sólo podré sonreírles o, cuando mucho, acariciarlos.

Todo cambió cuando te enfermaste. Las disputas, antes tan frecuentes, desaparecieron de nuestra vida familiar. Ahora todo giraba alrededor de tu padecimiento y de los médicos que consultabas. Veo cientos de recibos de consultas, de radiografías, de análisis, de hospitales. En dos ocasiones viajamos al extranjero en busca de nuevas esperanzas. Los médicos de allá, igual a los de acá, coincidieron en el diagnóstico y el pronóstico fatal que se te ocultó hasta pocos días antes de que fallecieras. ¡ Cuánto te amé en esa época! Hasta entonces te había considerado una mujer superficial y caprichosa, pero tu valor para resistir los sufrimientos, tu prudencia para no molestar más de lo necesario, tu fe, tu deseo de vivir, me demostraron que eras una mujer completa, madura, con firmes valores y, cosa nueva para mí, supe que me amabas por encima de todo. No fuimos felices por faltarme carácter para conducirte, para sacar a flote todo lo positivo que tenías. Pero eso ya es pasado y no tiene remedio. Ahora sólo me queda confesarme ante ti por medio de esta carta que nunca recibirás y que yo destruiré al terminarla.

Varias veces traté de decirte todo esto cuando estabas en el hospital, pero las palabras no salían de mi boca; también pensé platicarlas con algún amigo o con un familiar, pero ya sabes que soy demasiado tímido y con un gran pudor para desvestirme sentimentalmente. Ni siguiera contigo, en nuestros mejores momentos, pude manifestarme tal como soy.

¿ Qué objeto puede tener esta carta? Te preguntarás. Posiblemente ninguno, quizá sea una catarsis que yo necesito para librarme del pasado y comenzar una nueva vida. Quizá sea un sentimiento necio que me nació al ver todas estas notas que guardabas.

Descubro poco a poco lo feliz que soy al dormir sin que me molestes, leo el periódico a la hora que se me antoja, voy a donde quiero; mujeres jóvenes, con el pretexto de consolarme, se acercan a mí y eso me encanta. Toma en cuenta que apenas acabo de cumplir cincuenta años. Para tu tranquilidad, si es que puedes tenerla en el más allá, te haré mi última confesión: durante los años del matrimonio te fui fiel aunque nunca lo creyeras. Te fui fiel por amor, por evitar una dificultad; por costumbre, por sentimiento religioso o por alguna otra causa. No lo sé. El hecho es que así fue. Sí me acosté en tres o cuatro ocasiones con mujeres, mujeres fáciles, como tú las llamabas. Fue en mis viajes. Ni ellas me dieron nada ni yo les di nada tampoco. Ahora soy nuevamente libre y, como dicen en las novelas cursis que tanto te gustaban, voy a rehacer mi vida.

Acabo de romper el último recibo y ya está junto a los otros en el bote de basura. Sólo me falta romper esta carta.

Estoy seguro de que con el tiempo voy a ir borrando de mi mente todo lo malo y lo desagradable del pasado y formaré una imagen tuya casi perfecta. Recordaré tu belleza física de cuando tenías veinte años, tu hermosa sonrisa, tu comprensión cuando nos casamos, de tu valor en la enfermedad. Diré, al que me lo pregunte, y con absoluta sinceridad, que eras muy buena y que te quise mucho.

Adiós para siempre. Dios quiera que descanses en paz.

Tu amoroso marido:

Enrique.

TOMÁS URTUSÁSTEGUI

1999

Tomás Urtusástegui
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